Porquería que está hecho el metro de Madrid, copón.
Hostia, ¿he sido muy directo, decís? ¿Qué dónde está mi fina ironía y mi maravilloso sentido del doble sentido? Pues estará en algún anden perdido entre la mugre de las papeleras, digo yo.
Coño, a ver, si no me refiero a porquería de suciedad, que eso está muy bien cuidado; ahí con sus mendigos a punta mañana tirados en un banco, sus gentes borrachas con las latas de cerveza recalentada (que, curiosamente, hay de todo desde gente de esa de fuera que hablan raro hasta niñatillos del “Eggggque Club”… menos mal que no hay payasos, eso demuestra que estamos hechos de buena estirpe), me refiero al resto.
Tú te cuelas, digo, pagas religiosamente tu billete para moverte a otro lado de la ciudad y, en tan sólo 46 estaciones y 7 transbordos de nada, te encuentras de todo.
El vagón, que va hasta arriba, abre las puertas una vez más y, en el hueco que hay para un tío de metro y medio, entran a empujones 8 personas más; resultado: te clavan tres codos en los riñones, la rodilla en la pantorrilla y te encuentras respirando la fragancia de dos sobacos delante en tó los morros por arte de magia. A la vez, porque es el más difícil todavía de este particular circo, entra un señor con un acordeón por un lado y otro con un altavoz y un micrófono a desafinar por el otro y hacen como que tocan música y cantan pero, oh milagro, no los puedes escuchar bien porque pegado a ti tienes un cani con el móvil a toda pastilla escuchando reggaetón.
Cambias de línea, te cierran las puertas del metro en la cara y levantas al dedo anular al conductor en señal de agradecimiento mientras el convoy se pone en marcha. Esperas 4 minutos según el cartel luminoso, que en verdad están medidos en “Tiempo Windows” y se convierten en 11 cuando llega el siguiente, entras a suaves empujones y te das con la mierdabarra en la cabeza, que no sabes ya ni cómo agarrarte hasta la siguiente parada.
Sales del vagón mucho más delgado de lo que has entrado (por cojones, por “presión popular”) y te dispones a salir a la calle. Le haces un quiebro a los señores que te piden el ticket (“¿Qué ticket? ¡hosssstia, me lo ha robado aquél tipo con turbante que iba a mi lado, qué mala suerte!”), enfilas el pasillo y… El primero a la izquierda, el segundo a la derecha, el siguiente otra vez a la derecha, luego uno largo que ni ves la luz al final del pasillo, a la derecha, unos escalones desgastados donde te resbalas, sigues a la izquierda, el tercer cartel que pone “Salida” donde no ves ninguna salida (ni ninguna puerta para salir), otra vez a la izquierda y, por último a la derecha, como este país (¡kaboum!).
Piensas que has llegado y ¡sorpresa! a subir escaleras durante otros ocho minutos. Que sí, que son mecánicas y todas esas modernidades de mierda de la mierda de vida moderna (capicúa) pero, cualquiera que se haya colado, perdón de nuevo, pagado el billete alguna vez en su vida en el metro, sabrá que precisamente la escalera mecánica de subida es la que está estropeada mientras la de bajada hace feliz a sus usuarios que se van descojonando de ti…
Ey, pero no pasa nada, joder, no seamos agoreros, que si hay que subir al billete sencillo de 1€ a 1,50€ se hace, que el metro es cojonudo como transporte. Aunque sea de borregos.
PANOCHO THE CLOWN
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