lunes, 29 de agosto de 2011

Yanopuedoverporno.com

¡Cago en rosssss! ¡Me han hackeado la cuenta de correo! ¿Pero cómo es posible? O sea, a ver, si hay gente idiota de cojones que aún sigue usando de contraseña el típico “1234” (este es el momento en que 189 de cada 200 lectores han hecho un break para cambiar su contraseña), su fecha de cumpleaños o el jodido nombre de su apestosa mascota fallecida como, yo qué coño sé, 90 años atrás, eso es culpa de ellos y únicamente de ellos y sus padres cuando les golpeaban en la cabeza con la espumadera de freir estando en edad de estudiar.

Eso lo entiendo pero mi contraseña… ¡era sublime! Jamás, repito, jamás se me hubiera pasado por mis brillantes neuronas de payaso que “panochopollóndecaballón” hubiera sido una contraseña tan obvia como para que la averiguasen.

Vale, en realidad la contraseña sí que era obvia, sólo había que echar un vistazo a mi generosa entrepierna para darlo por hecho pero, la verdad, que algún ser inferior a mí tuviera el atisbo suficiente de inteligencia como para deducirlo sí que no me lo esperaba.

Tanta informática, tantas redes sociales, tanto “maispeis” y santas pascuas, cojones ya. Con lo bien que se estaba antes, cuando yo era joven, jugando a la rayuela, al escondite (que te ibas a tomar por culo a los peores sitios con tal de que no te encontrasen y joder toda la tarde al que se la “jopaba”), a las canicas (que te pillabas esas metálicas y “mascabas” a las otras a mala hostia para reventarlas y hacerles llorar como niñatas malcriadas de 4 años), a las tinieblas (que invitabas ahí a todas las pavas de dos cursos más arriba para poder palpar tetacas por primera vez en tu vida… y última en muchos casos), al balón prisionero (que no jugabas a matar, si no que jugabas A MATAR de los cañonazos que metías en los huevos a los
empollones de la clase), cuando te juntabas con las niñas a jugar a la goma (ahora sí que me arrimaba yo para jugar “a la goma” ahí pegando tapando agujeros), al teto… Euh, nop, al teto no, eso ya era de más mayor.

Lo más parecido en mi casa que había a un ordenador era mi padre, que se pasaba el día ordenándome mierdas como pianos de grande. “Nene, tráeme una cerveza” (tamadre,
pensaba yo para adentro), “Niño, cámbiame el canal al UHF” (agggcotetengo, copón
ya), “Chaval, vuelve a dejarme el dinero de tu hucha para alcohol” (jolagrandísima), “Hijo, dile a tu madre que esta semana tampoco voy a casa que he quedado con… con una amiga” (loscojonesdemahomaquesondegoma).

Ahí sí que no había problema de que te robaran contraseñas. Era todo cara a cara. Ahí te intentaban choricear algo y te crujían a hostias en estéreo entre los mellizos macarras de tu barrio, no ves tú. Eso sí que era interacción social y no la mierda de ahora, todo el mundo sentado delante de sus pantallas con nombres falsos y descripciones que se aproximan más a un capítulo de Expediente X que a la realidad.

“Rubén. 1,82 metros. Rubio con melena, ojos azulados y sonrisa perfecta. Voy al gimnasio. Me gustan los deportes, leer y los animales” y luego te encuentras a un maromo de 1,82 pero de ancho; con el pelo rapado por arriba y greñacas como lianas de la selva desteñidas con agua oxigenada, un ojo “a zu lado” del otro ojo y sonrisa perfecta para un dentista, con una colección de caries que parecen los puentes de Madison de tanto hueco entre muela y muela; que va al gimnasio, sí, pero a la puerta y se vuelve a su casa a tocarse los huevos en el sofá otro rato; que el deporte que le gusta es el futbol, en el salón de su casa en un plasma de 42 pulgadas y los únicos animales que ve de cerca son los chuletones grasientos que le caen en el
plato.

Ojo, eso sí, por lo menos la gente trata de ser sincera y se llama Rubén de verdad. Rubén María de todos los Santos.

PANOCHO THE CLOWN

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